Comencé a interesarme por la Guerra a los catorce años. A esa edad leí la biografía de Erwin Rommel, de Desmond Young (Young, 1970). Me fascinó, vi la película que se hizo sobre ella y poco a poco la guerra me sedujo. Muchos libros siguieron a ese y a esa literatura le debo mi aprendizaje del inglés, el francés y el italiano. Hoy, cincuenta y tres años después sigo leyendo y aprendiendo de la Guerra.

Tuve la oportunidad de cursar la Escuela de Defensa Nacional y de obtener el título de Magister en Historia de la Guerra de la Escuela de Guerra. Puedo afirmar, como dijo Napoleón después de sesenta batallas, que no aprendí nada nuevo.

Pero donde más comprendí la Guerra fue al enseñarla a jóvenes cadetes en el Colegio Militar de la Nación y con civiles y oficiales en la Maestría en Historia de la Guerra. En esos casi veinte años el ejercicio de explicar la Guerra profundizó mi pensamiento sobre ella; ahora ya retirado la comprendo más, aunque también la sufra.

Aunque mis pasiones bélicas no han disminuido si debo reconocer que desde mediados de los cincuenta la forma, el estilo como diría Clausewitz (CLAUSEWITZ, De la Guerra, 1998) que ha asumido la Guerra me provoca un sentimiento de vergüenza. Estoy abochornado por el desastroso uso que se hace de la Guerra en los últimos setenta y cuatro años.

La Guerra es un invento cultural destinado a resolver conflictos. Pero parece que ya no es así. Desde Corea ninguna Guerra ha tenido un resultado resolutorio del conflicto original que la creó. Cierto que algunas pocas fueron impedidas por las circunstancias de alcanzar su fin, pero la inmensa mayoría no lo lograron por decisión de sus operadores políticos, económicos, diplomáticos y aún militares. Cabe preguntarse por qué ocurre esto, qué es lo que mueve a movilizar naciones enteras para no obtener resultados plenos.

Las respuestas son lamentablemente muy obvias, pero no pueden verse en cada coyuntura pues lo contingente encubre lo importante, lo primordial del problema. Argumentamos sobre la ideología, el dinero, la tecnología, los falsos orgullos, y hasta justificamos la compensación, pero eludimos ver que todo eso no tendría ningún valor si la Guerra se hiciera en serio, bajo sus pautas científicas e históricas. Apreciamos problemas graves y los llamamos Guerra sólo por su nivel de violencia o por la calidad militar o política de los involucrados; eso no alcanza.

Mi intención es hallar las respuestas profundas en boca de quienes han hecho la Guerra a lo largo de la historia y no exponer mis propias opiniones sobre el tema. Es la mejor manera de explicármelo a mí mismo.

Pero para eso debo presentarles el medio que usaré.

Fue a las diez de hoy que la primera de muchas Máquinas del Tiempo inició su carrera. Le di los últimos retoques, aseguré una vez más todos los tornillos, le puse una gota más de aceite a la varilla de cuarzo y me senté en el asiento. Supongo que el suicida que se lleva una pistola a la cabeza debe tener las mismas dudas acerca de lo que sucederá a continuación que las que sentí yo en ese momento. Tomé la palanca de arranque en una mano y la de freno en la otra, accioné la primera y casi de inmediato presioné la segunda. La máquina pareció tambalearse, tuve esa misma sensación que se tiene cuando, en un sueño, se experimenta una caída y, al mirar a mi alrededor, vi el laboratorio exactamente igual que antes. ¿Había sucedido algo? Por un momento, sospeché que mi intelecto me había engañado. Recién entonces presté atención al reloj. Un momento antes, o eso creí, estaba en más o menos un minuto pasadas las diez, y ahora marcaba casi las tres y media! (Wells, 2009)

Ya está lista, o estaba, o estará… El tiempo relativiza todo y a todo le da vida y se la quita. Para mí es el instrumento de investigación más preciado que jamás nadie haya tenido. La he llamado Bellum Viator, el Viajero de la Guerra. Me pareció que era lo que mejor respondía a su función primordial comprender la Guerra, la Bella, la Maldita, la Amada y Odiada Guerra… Me propongo dialogar con las figuras que más han pensado y entendido el fenómeno bélico. Hablaré con Dioses, Filósofos, Guerreros, Catedráticos y Soldados para tratar de vislumbrar qué representa la Guerra en las sociedades, cuáles son sus funciones, por qué existe, que es y qué no es la Guerra, cómo se hace la Guerra en diferentes épocas y trataremos de establecer una Filosofía de la Guerra, en estos tiempos en los que hacer filosofía parece ser más efímero que soplar pompas de jabón.

La tarea es inagotable desde luego, pero qué trabajo serio no lo es. De todas maneras tendremos todo el tiempo del mundo.

Es hasta hoy un secreto, pero lo seguirá siendo si ustedes comparten conmigo el celo por mantener el silencio. A cambio les contaré lo que he hablado con gente que les resultará familiar y de interés, y compartiré su sabiduría madurada por la razón y la experiencia.

Muchos viajes he hecho y aún debo hacer. Pero dado que el porvenir, el presente y el pasado se conjugan para mí en igual tiempo verbal no interesa tanto su sincronía como su sustancia, por lo que me permito llevarlos al escogido como primer viaje.

Había recibido un atribulado mensaje de Palas Atenea. Su voz transmitía muchas emociones, tristeza, ira, desazón, furia, exorbitante fárrago de pasiones aún para una Diosa. Entre sus rugidos, se combinaban las tonalidades que respondían a sus sentimientos; un tono conciliador para citarme, una penosa voz que invocaba la salud de Niké, una inflexión que suponía profunda tristeza y de nuevo un bramido denostando a la Guerra misma. Atravesadas mis propias emociones y mis oídos, me llegó el mensaje central, la Diosa quería verme. No como en otras ocasiones para festejar o simplemente tener una charla diletante, sino para compartir su conmoción interna.

Era urgente acudir a su lado.

Avancemos hacia el pasado…