En el verano de 1938, en plena Guerra Civil Española, la situación del ejército de la Segunda República era más que comprometida. Encadenaba una serie de derrotas que habían ido cercándoles en un territorio cada vez más escaso mientras las tropas franquistas, con mejor armamento y conservando la férrea disciplina militar, avanzaban imparables. Con todo en su contra, el entonces presidente Juan Negrín y el jefe del Estado Mayor, el general Vicente Rojo, lanzaron un órdago que podría haber cambiado el curso de la guerra pero que solo sirvió para confirmar su final. La República se disponía a atacar con todo en la batalla del Ebro.